Una tarde... el estudio... los micrófonos
y de nuevo dispuesto a contar lo que de forma habitual contamos y cantamos
desde hace ya bastantes años: Nuestras tradiciones, nuestras costumbres,
aquello que forma parte de nuestra forma de ser y sentirnos valencianos.
Este era el tema del episodio de ese día:
El toreo cómico, y como música, una música, como lo diría......”especial”,
ejecutada con una combinación de notas, sonrisas, risas y carcajadas. Tenía
como invitados en esa Mesa que tanto me ha enseñado y tanto disfruté, a los
representantes de la Banda del Empastre, el Bombero Torero y al descendiente
del que para muchos fue el mejor torero cómico de todos los tiempos, Paco Arévalo, padre.
Fue un impactante programa y al reflexionar sobre lo dicho y lo que se omitió,
de golpe viene a mi mente el paisaje, el entorno, el escenario donde todo se
desarrolló, aquel coso de la calle Játiva, aquel Coliseo que quería emular al
de Roma, la plaza de toros de Valencia. Cuántas y cuántas maravillas se
vivieron en esa “arena” aparte de las corridas de toros: certámenes musicales,
veladas de boxeo, circos navideños con animales, espectáculos sobre el hielo,…
pero hubo uno que marcó mi infancia, la de muchos y la de nuestras familias,
ese que me hacía esperar ilusionado la llegada del mes de Julio, el mes de las
vacaciones, el mes de la Feria de San Jaime. Ese era ....el Catch, la lucha
libre americana.
Mis héroes “buenos “ y “los malos,
malísimos “, también héroes, me trasladaban a conquistas y hazañas épicas que,
desde mi mente de niño, proyectaba en mis juegos del resto de la semana y de
todas las vacaciones en el “callejón” o “culo de sac” de la entonces calle de
Sant Bult. Cerré los ojos y vi en mi pensamiento mi querido barrio de la Xerea de finales de los 50, de ese que
nunca despegaré mi primera infancia, de esas calles estrechas, de ese olor
característico a barrio, a aroma de comida que salía de las ventanas, de esos
rayos de luz que, en sus angostas calles, se proyectaban entre las sombras de
esos edificios bajos, de su carbonería y de esa lechería donde Salvador, con su
triciclo azul, llevaba sus lecheras relucientes y con su cazo medidor repartía
la leche. Al pasar y encontrarnos jugando en las calles, tocaba su timbre
estridente mientras nos lanzaba el grito eterno...¡xé, xiquets, voleu apartarse...! Y de esa tintorería, del
ultramarinos, del horno de la familia que tanto tuvo que ver con el Valencia
C.F., de nuestra estrella singular del barrio, Lolita Garrido, y, cómo no, de
esa taberna entrañable de Ángel, y el tallista, el taller de un artista.
Viene a mi memoria la llamada emocionada
de mi madre y mi tía diciendo:
―Mira esta foto, ¿te gusta...?
– Bah!! es un crío de dos
o tres años, un mocoso- contesté.
– Pues que sepas que eres
tú- contestó la tía Angelita.
– ¿Con ese pelito y esos
mofletes?- repliqué despectivo…yo era más “macho”.
Y apretándome contra su
pecho mi madre exclamó: ―¡¡¡ el más bonico de todos!!!
– La foto la hemos pasado
al tallista vecino, al taller, y ¿sabes qué? vas a ser un querubín, un angelito
en una de las iglesias de Valencia. En unos meses, siempre que vayas y mires,
encontrarás tu cara dentro de las imágenes que allí estén.
Entonces pensé: ¡¡vaya historias, qué
vergüenza!!.
Pero, ojo, ahí está. Al final me convertí
en ”un angelet de cornisa”…
Mis reflexiones retoman el hilo con esa
historia de aventuras de algo que era muy especial para la distracción de
muchas familias en esas noches de viernes y sábado en la época estival en
Valencia. Estábamos en los últimos días de Junio, casi a punto de las
vacaciones, faltaban un par de días y ya veíamos franco el camino hacia
nuestros ídolos del Catch. Uno de los últimos días de “cole”, nos dirigíamos mi
hermano y yo hacia el colegio de “Gobernador Viejo” y yo soñaba que era en mi
imaginación “Kamikaze”, ese pequeño, ágil e inquieto luchador vestido de negro
y con máscara. Sin mirar el camino, iba haciendo
volteretas por encima y por debajo de la
acera pues por suerte los coches no abundaban entonces por aquellas calles de
Sant Bult. Estábamos contentos pues muy pronto nuestra tía Rafaela y el tío
Pepe, que habían trabajado en el circo aunque ahora mi tío iba todos los años en
lo que luego sería la “serpiente multicolor” de la Vuelta Ciclista a España, ya
tendrían las localidades para ir a la plaza de toros a ver los combates de
Catch. En uno de esos giros, se me atravesó una figura, alta, grande, robusta y
con cara de pocos amigos que resultó ser mi padre, el señor Luis...
―”¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿No
puedes mirar por dónde andas? ¿Y si vienen coches? Las preguntas se
atropellaban hasta que me dio un “carxot” que, ese sí, casi me hace volar. Pero
no importaba, yo imaginé que era “Cabeza de Hierro” el que me había atacado,
eso sí, sin demasiada fuerza y pudiendo yo, en parte, esquivar el golpe.
Un día más a la escuela, un día más de
rezos, de ponernos de pie cuando alguien entraba en la clase, de decir al
unísono ”buenos días”, de un ”adiós que lo pase bien” al irse, y de alguno que
por lo “bajini” añadía “y que le sirvan una sopa de avecrem”. Era el momento en
que algún borrador del encerado era lanzado por el maestro al susodicho o a
alguien de nosotros cuando entendía que no estábamos lo suficientemente atentos
o enredábamos. Pero la naturaleza es muy sabia y si guardamos recuerdos de ese
maestro y muchos más que luego tuvimos será porque nos dieron más bueno que
malo.
Y por fin llegaba el viernes. Con los
bocadillos de la cena “de sobaquillo” teníamos el pitido de salida para el
ritual de asistencia a esas veladas de lucha libre americana, del Catch, donde
nuestros ídolos realizarían sobre el ring colocado en la arena de la plaza de
toros sus máximas hazañas y yo iba a asistir a ellas. Una historia del tebeo,
pero no del Capitán Trueno, el Jabato o Sigfrid, sino una real.
―¿Estáis ya listos? Preguntó mi tío Pepe
desde la puerta de la planta baja donde vivíamos.
―¡¡Sí, salimos ya!!, contestamos. Y en
una bolsa de tela, envueltos los bocadillos en papel de estraza, nos dirigíamos
por la calle del Mar hacia la plaza del Caudillo y de allí a la plaza de toros.
Recuerdo que en una ocasión pasamos por una pastelería en esa misma calle y
pegamos las narices al cristal del escaparate viendo sus magníficos merengues y
soñando con comernos un montón de ellos. El día que mis tíos nos compraron uno
a cada uno de nosotros tres el júbilo fue inmenso, aunque no sabíamos de las
aviesas ideas de mi tía que, como ya he contado, trabajaba en el circo. Cuando
más embelesados estábamos saboreando ese manjar dulce y blanco, unas manos los
empujaron con movimiento seco y certero hacia nuestras narices. Se nos acortó
la ración pero devoramos hasta los restos que habían quedado pegados en el pelo
pues quién sabe cuándo volveríamos a probar otro.
Y llegamos al Coso.
―¿Quién luchará hoy? Nos preguntamos.
―¡¡ Madre mía..!! Catch a dos y a cuatro.
Los hermanos Pizarro, Blasco, el Santo, el enmascarado bueno, Montoro, el guapo
del ring, y....¡síííí!!, el gran Kamikaze. Era el momento de las subidas a las
cuerdas, de las marrullerías, de llaves imposibles, el bien contra el mal.
Llegábamos a odiar a “los malos” y preguntarnos cómo podían permitirles tantas
ilegalidades los árbitros… Y, al final, el veredicto y el consabido
“tongo...tongo...tongo”. Como siempre, el más malo, malísimo, yo, bueno, mi
“alter ego” Kamikaze, ganaba y nadie podía quitarle la máscara. Nadie hasta un
6 de julio de 1965 en un combate contra Conde Maximiliano en que le fue arrebatada
y su cara se descubrió durante muy pocos segundos ya que la cubrió de inmediato
con una toalla.
Cuando acabó la velada, nuestra sangre
infantil bullía como siempre, como nunca, luchábamos, saltábamos, nos hacíamos
llaves, éramos nuestros propios héroes y
en nuestra mente enemigos irreconciliables: Santo nunca daría la mano a
Kamikaze, el Diablo Rojo nunca abrazaría a Nino Pizarro...¡bendita infancia!.
Una noche de sábado en que no fuimos de
velada de catch,
mi padre nos invitó a un helado después
de cenar en la Cafetería Lauria. ¡¡¡ Ohhh sorpresa!!! Allí estaban mis
“gladiadores”, mis “héroes”, mis “luchadores”, los buenos y los malos
compartiendo mesa y mantel entre risas y jolgorio.
―Papá ¿no estaban enfadados?
―Sólo a ratos, hijo, cuando cobran...
¿A qué me suena eso hoy en 2017? Desde ese día,
ya me interesó menos el catch. Hoy, pensando en ello,...me produce nostalgia
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